HUMILDAD. MONSEÑOR D. JUAN DEL RIO
En colaboración de nuestros amigos de la Esperanza de Triana os hacemos llegar un artículo de Monseñor D. Juan del Río, Obispo de Asidonia-Jerez, sobre la Humildad, publicado el pasado 15 de junio dentro de su colaboración semanal en su sección “Apuntes para la vida”. Con la capacidad y sencillez que le caracterizan, D. Juan nos ofrece una preciosa reflexión sobre la humildad cristiana, como base de la vida, el progreso y el desarrollo de la persona.
HUMILDAD
Parece que, para la inmensa mayoría de la gente, cuando se habla de humildad es como
decir: alguien apocado, piadosito, sin entusiasmo y poco emprendedor. Esa desfiguración nada tiene que ver con la auténtica virtud de la humildad que ennoblece a la persona. Sta. Teresa de Jesús lo tuvo muy claro al decir que “la humildad es andar en verdad”1, porque es rechazo de las apariencias y de las superficialidades; es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es
condición de gloria. De ahí, que la humildad sea el fundamento de todas las virtudes y,especialmente, de la caridad, y así las demás virtudes, dice S. Francisco de Sales, “son como polluelos a su clueca”.
La etimología del término hace referencia a la condición limitada del ser humano:
humildad viene de “humus”, es decir “somos de tierra”: venimos, vivimos, y volveremos a ella. La primera característica de la humildad es su realismo, saber de qué material estamos hechos los seres humanos y cuáles son nuestros verdaderos cimientos. De esta manera, se evita el autoengaño, no se impide la necesaria autoestima de lo que es propio, y a la vez se es agradecido con Dios y con los semejantes. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o
la mediocridad. Por el contrario, se opone al egoísmo y a la soberbia.
Para la permanencia y crecimiento en la virtud de la humildad es indispensable: la
frecuencia de los sacramentos de la Confesión y Comunión; no olvidar las practicas de piedad que caldean el corazón; no despreciar la mortificación, el sacrificio y la renuncia a todo aquello que hay de caduco en nosotros; en las contradicciones bendecid al Señor y en las cruces no buscar consuelos exteriores; no dar importancia a las alabanzas ni entristecerse por las ofensas; estar siempre en guardia, pensando si lo que se va hacer nos conduce a la humildad; no desaprovechar la ocasión de escoger los últimos lugares y servicios; cultivar el deseo de no ser y aparecer, antes bien, tener muy presentes las propias deficiencias; acoger con buen ánimo los reproches por los errores; practicar las buenas acciones buscando siempre el anonimato. Estos y otros tantos ejercicios harán que resplandezcan las cualidades de la humildad: alegría, comprensión, paciencia, afabilidad, sencillez, magnanimidad, castidad, obediencia y paz.
Ahora bien, conviene destacar la diferencia entre humildad y humillación. Mientras que la primera es siempre positiva, en los aspectos antropológicos, psicológicos y esenciales para la vida cristiana; la humillación, en principio, es negativa por lo que implica de injusticia, desdén y hasta desprecio del ser humano. Actualmente, la condición de humillados suele asociarse a los empobrecidos de la tierra, a los que han sido privados de aquellos bienes necesarios para la dignidad humana. No reconocer esos derechos es humillar al hombre y hace necesaria la lucha
por la justicia social que pertenece íntegramente al anuncio del Evangelio. A veces, por defender la causa de Cristo hay que sufrir humildemente las humillaciones de nuestros enemigos; ello nos configura cada vez más con los sentimientos de Jesús, el cual, siendo de condición divina, tomó la de siervo y se humilló hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Filp 2,5-8). Pero Dios engrandece a los humildes y desprecia a los poderosos (cf. Lc 1,52). La fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes. Y, como diría S. Agustín, “sólo a pasos de humildad se sube a lo alto de los cielos”.